Desafiar la lógica geopolítica

Fuente: La Jornada
Por Raul Zibechi
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Las revoluciones y los revolucionarios siempre caminaron contra la corriente. Se abrieron paso, en particular, contra las ideas hegemónicas en el campo de quienes luchaban por construir un mundo nuevo. Si las fuerzas revolucionarias se hubieran limitado a seguir el sentido común dominante en cada época, no hubieran sido revolucionarias. Uno de los desafíos más trascendentes que debieron enfrentar fue no someterse a la lógica de las relaciones interestatales. Lo que no quiere decir que les haya sido indiferente.

Ante nuestros ojos están sucediendo alineamientos que no son novedosos, porque se repiten con asiduidad en la historia, pero que resultan como mínimo chocantes, en particular desde el punto de vista ético. Me refiero al alineamiento acrítico con aquellos estados y gobiernos enfrentados al imperio estadunidense y a sus aliados, pero sin cuestionar su carácter opresor en las relaciones internas ni la lógica de gran potencia que utilizan frente a los países más pequeños.

La Comuna de París y la revolución rusa tuvieron en común que aprovecharon una coyuntura de debilitamiento extremo de los estados-nación para derribar a las clases dominantes. Lenin y los bolcheviques fueron muy claros en rechazar el alineamiento con los respectivos gobiernos en la Primera Guerra Mundial. No dudaron en sostener una posición de principios, pese al tremendo aislamiento que implicaba.

En la Conferencia de Zimmerwald, en septiembre de 1915 en Suiza, ya de por sí minoritaria en el campo socialista europeo, Lenin y sus camaradas fueron apenas ocho entre 38 delegados (todos los internacionalistas cabían en dos coches, se dijo como ironía). Proponían convertir la guerra entre naciones en una guerra de clases y se denominaban derrotistas porque querían la derrota de su burguesía. No sólo eran pocos; su posición era casi extravagante para las mayorías que seguían apoyando a sus gobiernos en la guerra.

Esa ínfima minoría se convirtió pocos años después en la primera revolución proletaria triunfante, construyó un poderoso Estado y fue el germen de la Tercera Internacional. Pero en el momento, nadie los seguía. Serán precisos tres años de matanzas en las trincheras, de sufrimientos en la retaguardia y de irrefrenable ira popular, escribe Pierre Broué en El Partido Bolchevique (Ayuso, Madrid, 1973, p. 112), para que los de abajo irrumpieran echando abajo la monarquía y abrieran las compuertas de la revolución.

La revolución china (1949) fue posible porque Mao y sus seguidores desoyeron los consejos de la Unión Soviética y tomaron un rumbo opuesto desde que Stalin apoyó al Kuomintang de Chiang Kai Shek, a quien invitó incluso a formar parte de la Tercera Internacional. Haber tomado un camino propio les permitió responder a la agresión japonesa y liberar el país. Fidel también tomó un camino propio en Cuba. Los estados, aunque estén administrados por revolucionarios, tienen siempre intereses conservadores, en particular en la arena geopolítica. Calculan qué impactos pueden tener las luchas de los pueblos en los equilibrios globales.

Hoy se puede comprobar una extendida confusión entre la cuestión interestatal y la lucha emancipatoria de los pueblos. Estados Unidos y el gran capital multinacional se confrontan, parcial o totalmente, con los países emergentes, algunos de ellos agrupados en el BRICS. Esta disputa interestatal es positiva porque desestabiliza la dominación y puede abrir espacios a la lucha de los sectores populares del mundo. Pero ninguno de los emergentes, ni el más radicalmente enfrentado con Washington, deja de ser Estado y gobierno enfrentado a su propio pueblo.

Esta afirmación elemental no es compartida por buena parte de los analistas actuales, en particular aquellos que se focalizan en la geopolítica, como si fuera la clave de bóveda de los cambios deseables en el mundo actual. En general, predomina una profunda desconfianza en la capacidad de los pueblos de organizarse y levantarse contra la opresión. Geopolítica y emancipación circulan por carriles distintos.

La Rusia de Vladimir Putin y la China de Xi Jinping, así como otros gobiernos, tienen intereses geopolíticos que los llevan a confrontarse con Estados Unidos y algunas de sus trasnacionales. Pero, en lo fundamental, forman parte del entramado global de las potencias capitalistas. Considerarlos revolucionarios es tanto como blanquear las opresiones y represiones que realizan. Desde hace algún tiempo el gobierno de Turquía está enfrentado a Washington y ahora selló una alianza con Rusia por los gasoductos. Pero sigue siendo un Estado genocida del pueblo kurdo y de los trabajadores turcos.

No hay una línea política que permita separar las relaciones interestatales, y en cierto sentido el antimperialismo, de la lucha por la emancipación y el mundo nuevo. En realidad se trata de ética, de cómo nos posicionamos ante la resistencia de la gente común frente a los poderosos. Cualquier otro cálculo sería desastroso. En la historia de los procesos revolucionarios, el primer paso en falso fue el apoyo irrestricto a los estados que administraron las revoluciones triunfantes, como Rusia y China. Aun al precio de bloquear revoluciones, como sucedió en Grecia al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

La misma lógica se aplica ante los gobiernos progresistas, al punto de que hoy mismo en Sudamérica quienes salen a la calle por sus derechos frente al progresismo son acusados de hacerle el juego a la derecha. Actos idénticos se juzgan de modo diferente según los gobiernos que los ejecuten.

La ética no garantiza la victoria. Pero una política sin ética conduce al fracaso, porque se pierde legitimidad, que es el único patrimonio de quienes queremos crear un mundo nuevo. La ética es una orientación general, una suerte de brújula de la que no se puede deducir una línea concreta. Pero la ética es mucho más que una línea. Nos dice por qué caminos no debemos transitar, porque si lo hacemos dejamos de ser lo que queremos ser.

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