Fuente: Tiempo Argentino
En un diario donde trabajé hace unos años, siempre de centro derecha pero que ya a esa altura estaba en un extremo y en particular devenido aparato para los negocios de sus dueños, a la sección Internacionales llegaban seguido los pedidos de la gerencia para publicar comunicados de la Sociedad Interamericana de Prensa de Miami, siempre preocupada por la supuesta falta de libertad de prensa en los países “feos, sucios y malos”. Un editor pensó que, como el pedido/orden llegaba a las 6 o 7 de la tarde y cambiaba la edición o podía “enterrar” el cierre, cuando el comunicado de la SIP aparecía en algún cable ya se incluía, adelantándose así a la tarea. El comentario, ayer, del canciller Jorge Faurie sobre las relaciones entre Venezuela y China me recordó esa situación.
Antes de que llegara la orden de Washington, la que alinea a todos los gobiernos del “Grupo Lima” (ahora, menos México), Faurie peligrosamente salió a cuestionar la postura china sobre la crisis venezolana.
En rueda de prensa, dijo que “en el caso de China”, y citó también a Rusia, el apoyo al gobierno de Nicolás Maduro obedece a los “préstamos y algunos mecanismos de swap entre bancos centrales que han llevado a que ellos queden con garantías otorgadas por reservas petroleras y recursos naturales que tiene Venezuela, particularmente del área minera”. Agregó: “Obviamente, la suerte de los acuerdos hechos con el gobierno o con el régimen de Maduro, para ellos (o sea, para China, o para Rusia) tienen importancia para recuperar la plata que han puesto y que tienen en este momento comprometida en Venezuela”.
¿Hacía falta tanto? ¿Le piden tanto? ¿Por qué el canciller argentino opina sobre una decisión soberana de China, hoy nuestro mayor inversor, segundo socio comercial casi a la par que Brasil, el único cuyo presidente hizo una visita de Estado a Argentina tras la cumbre del G-20? Justamente la postura de Beijing sobre el escenario venezolano, que en rigor es un histórico compromiso chino, se basa en la no injerencia en asuntos de otros estados. Por algo el embajador argentino en Beijing, Diego Guelar, se hizo el distraído cuando le preguntaron lo mismo. ¿Por qué un país que incide bien poco en los asuntos globales como es el nuestro debería opinar nada acerca de lo que hace, dice, no hace o deja de hacer China sobre Venezuela o sobre cualquier otra nación?
El jueves entrevistamos para un programa que emite Radio Cooperativa (“Voces del Mundo”, junto a otros colegas) a Inés Nercesián, doctora en Ciencias Sociales por la UBA, investigadora del CONICET y directora del Observatorio Electoral de América Latina (OBLAT). Sobre Venezuela, dijo que la crisis “se enmarca en la disputa global y en el lugar que se quiere ubicar a América Latina”. ¿Argentina debe entrar en ese juego?
No es la primera vez que Faurie sale presuroso a sostener las posturas de Washington, desde luego alineado también con el Presidente de la Nación, quien dio su respaldo y habló por teléfono con el jefe opositor y legislador Juan Guaidó, autoproclamado presidente, en otra decisión riesgosa y apresurada. Tanto, que cuando su colega chileno Sebastián Piñera hizo algo parecido, lo criticó un connacional para nada chavista y respetado como José Insulza, ex secretario de la OEA y tan extrañable ahora que ese cuerpo ya con una historia patética se agrega vergüenza con el actual titular, el impresentable Luis Almagro. Hace tres años, en una cumbre de sindicatos y líderes políticos en San Pablo, un alto ex diplomático uruguayo me confió: “Nos dimos cuenta tarde de que nos habían infiltrado a ese sujeto en la Cancillería” (Almagro fue canciller en el gobierno de José Mujica y el año pasado, expulsado del Frente Amplio).
China fue uno de los países que envió representantes a la asunción de Maduro a principios de año. Y frente a la situación actual fue clara en el respeto a la vigencia de las instituciones y la democracia en Venezuela.
Esa deuda venezolana con China se acumuló mediante 17 préstamos, de los cuales 12 están atados al petróleo. Sin dudas el gobierno bolivariano tiene allí un problema. Molina Medina comentó que la firma estatal china Sinopec ya le hizo un juicio a la estatal venezolana PDVSA y que las calificadoras de crédito tienen a Venezuela (como a Argentina de nuevo) con notas de alto “riesgo país”, por ejemplo. ¿Pero por qué Faurie debería meterse en esa cuestión?
La única razón que aparece es su afán por alinearse con el gobierno de Estados Unidos en el tablero regional. Ahora EE.UU. acaba de convocar a una reunión del Consejo de Seguridad de la Naciones Unidas para este sábado, como ha hecho en otras ocasiones, por ejemplo antes de la operación que derribó al gobierno de Libia en 2011. Libia, o lo que queda de ella, está infinitamente peor ahora que antes, igual que Irak tras la invasión norteamericana. Y ambos se parecen a Venezuela en que los tres producen petróleo. Como dijera Eduardo Galeano, nadie se ocuparía de la institucionalidad de esos países si produjeran rabanitos.
No queremos defender, ni hace falta que lo hagamos, al gobierno de Maduro. En Venezuela ha habido todos estos años una cantidad impresionante de elecciones, incluido el mecanismo democrático de revocatoria de autoridades que pocos países ofrecen a sus pueblos. La mayoría de las veces ganó el chavismo y algunas, la oposición, por ejemplo las legislativas últimas, de ahí que la Asamblea Nacional donde tiene una banca Guaidó es controlada por el antichavismo. El oficialismo venezolano no desconoció esa elección ni tampoco cuando opositores ganaron gobernaciones o municipios (sí declaró en desacato a la Asamblea Nacional hace varios meses, cuando ésta desconoció el mandato de Maduro, como se haría en cualquier país donde el legislativo desconoce a un Presidente elegido democráticamente).
Pero la oposición venezolana sí desconoce cuando por su incapacidad no puede ganar o a veces ni presentarse a elecciones y el que triunfa es el chavismo, aun cuando organismos como la propia OEA (al menos hasta hace pocos años), la Fundación Carter o ex presidentes europeos como José Luis Rodríguez Zapatero, hayan controlado los comicios y llamado siempre al diálogo y a la paz en vez de al golpe, el odio y la violencia que profesan los antichavistas que salen a las calles a hacer terrorismo.
La izquierda o el populismo latinoamericano han respetado siempre resultados electorales. Desde la revolución sandinista cuando entregó mansamente en 1990 el gobierno a Violeta Chamorro hasta Cristina Fernández de Kirchner cuando lo hizo con Mauricio Macri, más allá de los pasos de comedia acerca de dónde se hacía el traspaso. No puede decirse lo mismo a la inversa. La derecha dura latinoamericana es, además de dependiente del imperialismo de EE.UU., que es el que sostiene el acoso a Venezuela y el responsable, junto a los desatinos de Maduro, de la terrible crisis socioeconómica venezolana, todo lo contrario a lo republicano y democrático que profesa: si pierde las elecciones, suele clamar por fraude y no aceptar su derrota. El último ejemplo fue Jair Bolsonaro, que había afirmado que no iba a aceptar un triunfo del PT.
Esa derecha dura es, además, completamente ajena a los métodos moderados: lo demostró desde el bombardeo en Plaza de Mayo en 1955 al bombardeo en el Palacio de la Moneda en 1973, sólo por citar apenas dos casos que dejaron cientos de muertos en el Cono Sur. Ahora prefiere más bien los golpes blandos como en Haití, Honduras, Paraguay o Brasil. O como intentó en vano en Bolivia o Ecuador. Pero parece que en Venezuela, como no lo logra, vuelve al uso de la fuerza. Y EE.UU. tampoco ahorra violencia cuando interviene en otros países desde el fondo de su historia o apoya, solapadamente como antes o abiertamente como ahora en Venezuela, los golpes de Estado.
En tanto, China, como Rusia, como Turquía, como El Vaticano y otros estados europeos o como aquí Bolivia, Cuba, México, Nicaragua o Uruguay, piden diálogo y una solución negociada. El canciller Faurie, como el resto del “Grupo Lima” menos México, sólo agrega comentarios que no ayudan y ofenden la tradición de China, pudiendo lesionar la relación con un socio fundamental de la economía argentina y llevando a nuestro país a un juego de alto riesgo.