Aterriza Deng en la Argentina

Fuente: La Nacion

Es un sueño armado con trampas encubridoras, como todos los sueños, y allí se imbrican ambiciones utópicas con abismos de frustración, recuerdos de épocas brillantes con impotencias y un deseo fuerte de encontrar la ruta de la luz. Así como en un tiempo se hablaba del “avión negro” que llegó sin ser negro (y no pudo aterrizar en Ezeiza), ahora otro avión trae en el sueño a un personaje de baja estatura, sonrisa fácil y extraordinaria flexibilidad mental. Es Deng Xiaoping, el creador de la actual China superpoderosa , que murió en 1997. ¿Para qué viene? Para repetirnos algo que ya es un lugar común: “No importa que el gato sea negro o blanco, importa que cace ratones”. Deng acuñó esta reflexión mucho antes de ponerla en práctica. Quería decir: “Abramos los ojos y procedamos bien”.

En la Argentina cuesta hacerlo. Nuestra cultura, nuestro espíritu, nuestros reflejos tienen tantas cadenas como China antes de la revolución que impulsó ese hombre lúcido. El culto a la personalidad de Mao y el prolongado lavado de cerebro al que fueron sometidos millones de personas, incluso más allá de las fronteras, hacían imposible generar un cambio. Más de mil millones debían resignarse a continuar bajo el modo de producción arcaico e inviable que imponía una ideología cadavérica.

Deng había formado parte de esa ideología. La había ayudado a triunfar e imponerse. Fue miembro del Partido Comunista Chino desde sus años de estudio en Francia y en la Unión Soviética. Ocupó posiciones destacadas en el partido cuando regresó a su país y estableció contacto con Mao Tse-tung, hasta ese momento poco valorado por los rusos. Entre 1927 y 1929 residió en la populosa Shanghai y organizó actividades clandestinas. La merma de muchos dirigentes comunistas provocada por la represión le dejó espacio para seguir ascendiendo en la jerarquía política. Pero las grandes ciudades se negaban a cambiar el curso de un capitalismo floreciente. Los asesores soviéticos del Komintern insistían en la movilización del proletariado urbano para hacer la revolución, como se habían convencido que sucedió bajo el mando de Lenin. Esta visión no era aplicable en todas partes, sin embargo. La cerrazón leninista-estalinista se empeñó desde sus inicios en taparse los ojos y no mirar objetivamente la realidad, aunque decía hacerlo. Frente a las dificultades de la estrategia urbana, Mao Tse-tung optó por el ambiente rural. El ejército de la República de China, más poderoso que las fuerzas rebeldes, hostigaba duro. Entonces se inició la histórica huida a través del interior del país, que se denominó Larga Marcha. Fue un acontecimiento épico, sin duda. Unos 80.000 hombres se dirigieron a zonas aisladas y montañosas, hasta llegar a la provincia norteña de Shaanxi. Pero sólo quedaba un 10% del número inicial.

La invasión japonesa de 1937 marcó el comienzo de la Segunda Guerra entre China y Japón. El ejército se olvidó de los comunistas. Pero terminada la conflagración, volvieron a enfrentarse el Partido Comunista resucitado y el Kuomintang dirigido por Chiang Kai-shek. Los comunistas siguieron fortificando sus posiciones en el campo, desde donde lanzaban devastadoras incursiones contra las ciudades. Cada vez más soldados se pasaban al bando comunista, que prometía pan, justicia e igualdad. En la última fase de esa guerra interna, Deng volvió a ejercer un papel decisivo como responsable de la propaganda y se instaló en la cúpula del poder, junto a Mao.

Sería largo detallar los vaivenes de su vida. Era un hombre que no se conformaba con el statu quo . Entendía que el estalinismo había sido un fracaso y que el maoísmo correría esa misma suerte luego del fallido -aunque muy promocionado- Salto Adelante. Propuso medidas reformistas que conmovieron al régimen, en particular al esclerótico Mao, cuyo culto a la personalidad le había disparado el narcisismo a las nubes y rechazaba cualquier cambio. Lanzó entonces una campaña contra los “derechistas” y “contrarrevolucionarios” e inició la llamada Revolución Cultural. Deng fue apartado de la cúpula del poder y decidió, con fina intuición, mantenerse en silencio y dedicado a tareas manuales.

Seis años después fue repuesto por Chou En-lai. Cuando el ímpetu reformista volvió a tomar impulso se formó la Banda de los Cuatro (con la última esposa de Mao entre ellos) y Deng sufrió otra expulsión. Recién la muerte de Mao facilitó cambios estructurales. Fue liquidada la Banda de los Cuatro y creció la tendencia modernizadora, con un revigorizado Deng Xiaoping a la cabeza, quien puso en marcha la verdadera revolución. Quizá vislumbraba los beneficios que llegarían, pero no pudo imaginar que en menos de un tiempo razonable su país se convertiría en la superpotencia mundial que es ahora.

Deng fue el audaz arquitecto de avances sísmicos. Racionalizó la planificación económica, liberó empresas del control estatal y reintrodujo el concepto del beneficio. Asombró al mundo cuando dijo: “La planificación y las fuerzas de mercado no son la diferencia esencial entre socialismo y comunismo, porque también se planifica bajo el capitalismo y la economía de mercado funciona de modo encubierto bajo el socialismo. No debemos tenerle miedo a la gestión empresarial que aplican los países capitalistas. La esencia misma del socialismo es la liberación y el desarrollo de las fuerzas productivas. El socialismo y la economía de mercado no son incompatibles. Debemos preocuparnos por el desviacionismo de derecha, claro; pero más por el desviacionismo de izquierda”.

Si surgiera un Deng entre nosotros, nos haría ver cómo yacemos encadenados por ideas antiguas y prejuicios venenosos. La Argentina se ha convertido en un país marginal, fracasado, por obra de nuestros dirigentes, votados por la mayoría. Nos roe una corrupción sin límites, carecemos de una Justicia poderosa, nos saquea un Estado voraz lleno de una monstruosa burocracia improductiva, marean políticos enajenados por luchas menores y hay una enorme carencia de proyectos a largo plazo. Como se dice en la jerga marinera, somos un barco a la deriva. Pero no tiene por qué seguir así. China era un país del Tercer Mundo y cambió. La Argentina es un país del quinto mundo y también puede cambiar.

Para eso es necesario consensuar objetivos distintos. Basta de gastar en propaganda para la reina y su séquito, basta de tapar la brutal desocupación con cargos públicos que paga hasta el obrero más pobre, basta de usar el dinero de los jubilados para tapar agujeros. Todo eso es posible porque los recursos naturales y humanos sobran. Ocurre que son mal usados. Deng nos diría que ya es hora de dejar atrás el falso razonamiento populista, que promete un bienestar que jamás llega (excepto para los que se apropian del poder o funcionan como siervos del poder).

No es cierto que haya inclusión, porque se ha vuelto maciza la pobreza. No es cierto que se impulse la justicia social, porque el impuesto inflacionario es sufrido con más intensidad por el que menos tiene. No es cierto que se defienda la soberanía nacional aislándonos del mundo, porque aumenta la indefensión del país. Deng nos diría que urge la seguridad jurídica para que afluyan los millones de dólares que esperan volcarse en nuestra tierra. Diría que se deje de considerar un demonio al mercado y que dejemos de ser impotentes comunistas de un rosa anémico, dubitativo y vergonzante. Y tal vez confesaría que en China todavía queda mucho por hacer, especialmente en los campos de la democracia, los derechos humanos y la equidad. Pero nos recordaría que su revolución “capitalista” sacó de la pobreza a 300 millones de chinos (equivalente a la población de los Estados Unidos) y convirtió a su país en un polo del universo.

 

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